Un día cualquiera, sin previo aviso, atisbé
de lejos que se acercaba una guerra. Y pude observar, como ambas partes se preparaban
para luchar por una batalla que ya estaba ganada.
Claramente hay dos partes. Claramente son
enemigas. Claramente, no son equitativas.
Por un lado observo cómo de patético se ve al
bando pequeño y visiblemente perdedor, compuesto por un todo regordete, sencillo
y complejo. Veo como torpemente se levanta a duras penas, helado y resbalando
en el pequeño charco que ha creado un reciente y diminuto deshielo. Como él sólo,
agarra un puñadito de inocencia la une y moldea a modo de espada, como usa los
penúltimos dos miligramos de esperanza para forjar un escudo. A penas puede
sostenerse en pie, pero se las apaña para cubrir a base de un ungüento de carencias
y anhelos cada cicatriz, aunque no puede
evitar que algunas se sigan viendo.
Desde arriba observa el ejército enemigo,
bien equipado con un centenar de metralletas de realidad y una veintena de
tanques de experiencia. Se mofa de ese pobre infeliz aunque admira su capacidad
de convertir el fuego en valía. Y en el fondo no puede evitar sentir pena por
él. Porque intuye que al final, de nuevo, acabará ganando. Reflexiona y sabe
que no es rival. Una vez más intentará hacerle entrar en razón. Marcará las
pautas y se las explicará detalladamente, una a una. Impregnará de fórmulas y
ecuaciones cada pensamiento. Pero no servirá de nada. Aquel no sabe de razones.
Jamás llegará a entenderlo. Seguirá transformando cada sensación en valor.
Hasta que no quede nada por sentir. Hasta el último latido. Sin embargo, y a
pesar de su escasa lógica sí que es entendido. Ya que el ejército enemigo
comprende porque esta lucha ciega sin opciones reales. Se trata de una lucha
indiscriminada. Ha luchado por y para todo. Por cientos de causas perdidas y
miles de sensaciones caducas. Pero siempre ha decido luchar independientemente
de sus opciones. Porque han sido estas luchas lo único que lo han mantenido con
vida. Aunque desgraciadamente, estas luchas, también serán su muerte.
"Sonaba tan absurda la idea de una guerra en
medio de una edad de hielo… Pero llegó tu sonrisa y marcó la diferencia tenerla
como bandera. De repente noté un fuego creciendo dentro de mí, impregnando de
calor cada rincón. Deshaciendo el hielo que mantenía contraído mi miocardio e
impedía que latiese el pequeño bombeante. Me llenaste de valor. El valor que me
faltaba para no retener la risa, para romper a reír en cualquier momento. Impidiendo
que cada momento fuese tan solo “cualquier” momento. "