Sé que
estás ahí, intentando encontrarte entre mis versos, porque tú sabes verte donde
te escondo, y sabes hacerlo como nadie es capaz.
No me preguntes que por qué lo
sé, ya que tú tampoco podrías responderme si te preguntase que por qué me lees.
No voy
a mentir diciendo que no estás desde hace mucho tiempo en ninguna de mis
metáforas. Es cierto, estás. De la misma forma en que las cicatrices están siempre
en la piel, pasen los años que pasen. Porque no. Nos han engañado; el tiempo no
lo cura todo, porque hay cosas que son incurables.
Estás
y lo seguirás estando siempre. Porque me he dado cuenta de que te has construido
tu hueco entre mis cromosomas y ya no puedes salir de ahí. Eres mi defecto congénito predominante.
Sé que
no tienes ni puta idea de lo que te estoy hablando, pero es fácil.
Empecé a
vivir desde el día en que tú pronunciaste mi nombre por primera vez. Tú corazón
fue mi útero y ahí me cree, crecí cada día un poquito más alimentándome de
todas las palabras de amor que me regalabas a cada instante. Que a gustito se
estaba encogida en tu ventrículo izquierdo, que cálida y segura era la vida
desde allí.
Era
tanto lo que me dabas, que no paraba de crecer. Hasta que un día tú creíste que
yo era demasiado grande como para seguir dentro de ti. Pensaste que tu corazón
se me había quedado pequeño, que ya no podías alimentarme bien, que yo podría
necesitar más y tú no eras capaz de dármelo y me echaste.
En realidad fueron tus
miedos a no ser suficiente los que me echaron. Sacándome a oscuras, porque eras
incapaz de hacerlo sin arrepentirte mirándome a los ojos, y dejándome a la intemperie
del mundo, quedándome pequeña y dulce, pequeña y débil… a solas, ante él.
Infinitamente pequeña… tu pequeña. No te diste
cuenta… pero había espacio de sobra en tu corazón porque es inmenso. Y te lo
digo yo, que he estado dentro. Quizá notabas algo de presión cuando aún yo lo
habitaba, pero no era yo. Yo flotaba. Era todo nuestro amor, haciendo de
placenta y cordón, quien invadía cada centímetro cúbico del aire que me rodeaba.
Cuando
te fuiste, ya nada me alimentaba. Y yo me hacía pequeña, cada día que tú no
estabas cerca, un poquito más pequeña, hasta casi desaparecer. Pero entonces,
tú volvías y sentía como aún seguía con pulso el cordón umbilical que me había
negado a cortar. A penas era un hilo, pero tú llegabas y recobraba vida, me
daba vida. Yo intentaba guardar toda la que podía, tenía la esperanza de que
cuando recobrase fuerzas podría usarlas para intentar volver a colarme dentro
de ti. Pero, antes de que pudiera hacerlo, tú te volvías a marchar. Cómo si supieras
algo de mi plan. Y yo me quedaba, aún más pequeña, más y más pequeña, hasta
casi desaparecer. Y en esas idas y venidas fue cuando tuve que crear mi coraza
de hielo. Ni siquiera me di cuenta. Se trató solo de supervivencia.
¿De
verdad no te diste cuenta de lo pequeña que era? Tú me dabas mucho más de lo que yo necesitaba,
siempre me diste mucho más. Yo no era grande. Era nuestro amor lo que era
enorme, y tu corazón. Fue tanto lo que diste que tu enorme corazón se te quedó
vacío después.
Y ahora
entiendo, mejor que nunca, porque tengo tatuado en el alma ese poema de Mario.
Porque tú siempre fuiste el corazón y yo, siempre he sido la coraza.
Ah, y
en cuanto a la pregunta del principio. ¿Qué sí creo en el amor? Qué puedo decir
yo, qué he nacido en un corazón, entre oxitocina y versos de amor.