miércoles, 4 de enero de 2012

La playa desde mis calcetines de dedo



“Y a veces cuando menos me lo espero, mi mente viaja al recuerdo de aquellos días de verano. A tus besos, tu ternura, tu preocupación y tu amor incondicional.
Y  tengo el recuerdo de tu sonrisa y de tu mirada como el más preciado de mis tesoros, recuerdo como me mirabas… la mirada destacable, una mirada cargada de amor, una mirada irrepetible que no albergaba sentimiento negativo alguno. La bondad que transmitían tus preciosos ojos azules no es comparable a nada de este mundo”.

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Las olas del mar se batían en un ir y venir descuidado, la arena se antojaba suave, más de lo normal, la sal no incomodaba, tenía el tacto del algodón. Algunas mariposas volaban cerca y el cielo era naranja, como ese color del atardecer que tanto me gusta.
-¡Despierta! –el sonido de la puerta al abrirse y la voz de ella. Alta y clara, me transportó a la realidad en un instante.
- ¿Qué pasa? –dije dormida, sin poderme creer que ya se había pasado toda la noche, tenía demasiado sueño.
- Me han llamado del hospital…
Lo siguiente que recuerdo es ir andando por el campo, no sé porque la puerta principal que daba a mi finca no estaba abierta y tuve que entrar por la puerta que más alejada quedaba, lo cual suponía recorrer un largo y estrecho camino. Hacía frío, iba en pijama y zapatillas, y andaba intentando no tropezarme. Me crucé con mi padre que iba a acompañarla, le dije que cuidase  de ella. Estaba demasiado nerviosa.

 Después las horas de espera. Después la llamada y sin decir nada, lo supe todo.
- ¿Sí?
–Hija…  -Un silencio, el silencio que lo dijo todo. El silencio de los corazones rotos. Marcados, para siempre, por una noticia; estaba muerto. 
Y después el mundo, encima de mí. Negro. Sin aire. Difuso. Y ahora pienso en lo mucho que le costaría hacer esa llamada, coger el móvil del bolsillo, desbloquearlo, marcar mi número y esperar a que lo cogiese (no mucho, dos toques como máximo) y empezar a hablar y decir la noticia y cambiar mi vida, y herirme a mí. A su pequeña.  Y colgar y pensar que era demasiado pequeña para tener que pasar por eso (a pesar de que ya era una mujer, o una mujercita) pero para él siempre seré pequeña, su pequeña.

(…)

Hoy hemos ido al cementerio. La idea ha salido de mí, ella lo estaba pensando pero creyó que quizá yo no quería. Que poco me conoce, o que tanto en realidad, porque en condiciones normales, por así decirlo, me habría negado rotundamente.
Y en verdad, si me conoce poco, por no acertar esta vez, es culpa mía. Tampoco la dejo que me conozca demasiado.

Una vez allí la puerta parecía cerrada y era extraño, ya me había decidido y justo algo lo impedía. Sin embargo, al acercarnos a la puerta nos hemos dado cuenta de que simplemente había un pestillo y que se podía abrir sin ningún problema. Podríamos haber parecido dos ladronas, infiltrándose en un lugar que no deberían. Y de hecho, si cualquier otra persona, hubiesen abierto ese pestillo y entrado dentro sin el menor reparo de la misma forma que nosotras lo hemos hecho,  posiblemente yo misma las consideraría así.
Sin embargo, creo que te da cierto derecho el entrar y justo enfrente de la puerta a escasos dos metros encontrarte una lápida negra, con letras blancas en las que aparece una frase, una fecha, un nombre y dos apellidos y uno de ellos es el tuyo.

Soy quizá de todas las mujeres de mi familia, a la que menos le tocaba. Pero no por eso y a pesar de todos los pesares, significa que no le quisiera de la misma manera. Vale, tampoco es justo decir que le quería de la misma manera. Su madre, su hija y hermana, tienen derecho y seguro que le querrían más que simplemente “su sobrina”, pero más o menos que alguien, con más o menos derecho. Yo le quería y yo también lo echo de menos. Para mí también fue un golpe muy duro. Aunque pude contar las lágrimas que derramé, en público obviamente, cosa de la que me siento orgullosa, puesto que yo no estaba en ese momento para llorar. Estaba para “estar”, con ellas. Quienes por derecho se merecían sufrir más la pena que nadie. Yo sin embargo, tuve que sacar fuerzas de todos los puntos de mi cuerpo, fuerzas que ni yo sabía que existían, para evitar lágrimas.
Pero las lágrimas, no son simplemente un acumulo acuoso de los ojos, que debido a un pliegue en el canto interno de nuestro globo ocular se cierra, evita el paso del humor acuoso y produce que se derramen por nuestro rostro. No son solo eso. Las lágrimas si no se acumulan en nuestros ojos, lo harán en otro lugar, nuestro corazón, y  tarde o temprano no tendrán más remedio que salir, y cuanto más adentro estén, más difícil será que salgan y el sufrimiento será mayor. 

 Habían pasado ya dos años pero aún recordaba a la perfección la escena, todo el mundo apiñado allí en la puerta… el negro como color predominante y un hombre con unos vaqueros manchados de pintura y cemento, acompañado de un niño de no más de 10 años, de quién pensé quizá no era buen sitio para estar. En sus idas y venidas a la cesta con la masa de cemento y al montón de ladrillos se le iba bajando el pantalón pudiendo atisbar gran parte de la raja de su trasero y aquello estaba tan fuera de contexto que no parecía real.

Después de este breve recuerdo, escuché el sollozo de ella. Sus lágrimas de rigor, las que quizá yo debería estar soltando también pero que, como en otras ocasiones reservé, para después.
Después seguimos con la ruta “turística” y fuimos a la otra lápida unos metros más allá… Esta vez mi apellido no estaba en ella pero si la sentía mucho más cercana.
Ella volvió a emitir otros sollozos de cortesía mientras yo sonreía levemente al ver esculpidas sobre la lápida unas letras que yo misma elegí “Nadie muere mientras exista un corazón que lo recuerde”, quizá por ese mismo motivo yo quise ir allí ese día. Quería ver si realmente la frase que yo escogí fue la que finalmente se esculpió. Y todo era extraño y paradójico, ella lloraba y yo sonreía. Aunque en mi corazón moría y en el fondo hubiese deseado no tener que elegir nunca nada para poner ahí. Allí yacía una de las personas que más me había querido y no tengo ninguna, absolutamente la más remota duda de que eso era así. Ya sabemos lo que se dice, ¿no? ¿Es que no tienes abuela?.Yo ya no la tenía… al menos una de ellas ya no estaba conmigo y sabía por muy egoísta que pudiese parecerme, que esa era un de las cosas que más me dolía, que era una de las personas que más me quería y ya no estaba.

“Y a veces cuando menos me lo espero, mi mente viaja al recuerdo de aquellos días de verano.
A tus besos, tu ternura, tu preocupación y tu amor incondicional.
Y  tengo el recuerdo de tu sonrisa y de tu mirada como el más preciado de mis tesoros, recuerdo como me mirabas… la mirada destacable, una mirada cargada de amor, una mirada irrepetible que no albergaba sentimiento negativo alguno. La bondad que transmitían tus preciosos ojos azules no es comparable a nada de este mundo.”

Aún al pensar en ellos, la mayoría de las veces los siento lejanos pero no “muertos”. ¿Cómo sientes a alguien muerto?
Tengo la sensación de que llevo mucho sin verlos, que están lejos pero que volverán. Y es lamentable esos momentos en los que sabes que nada de eso va a suceder, no volverán, nunca y posiblemente nunca te vuelvas a encontrar con ellos, ni te estén viendo, ni te estén protegiendo ni miles de creencias más.
Sin embargo, por muy paralizada que parezca la vida en esos instantes, todo sigue su curso habitual, como si nada hubiese sucedido y las personas que seguimos vivas tenemos que continuar con nuestras vidas. Superar ese duro trance y añadir a nuestra lista de experiencias algún que otro guión más. Son precisamente este tipo de situaciones las que te enseñan. Conoces al dolor, lo ves frente a frente, desaparece, se instaura dentro de ti y lo sientes como va poco a poco haciéndose un hueco en tu interior y charla con tu mente y tu consciencia y le da alguna que otra lección…

Mi vida podía considerarse como una vida más, la de una joven estudiante universitaria cuyas únicas preocupaciones son los exámenes de final de trimestre, los amigos, los distintos eventos sociales y los chicos. Sin embargo, yo no había salido normal y eso es algo que asumí hace mucho tiempo. Me costó entender porqué mientras el resto de jóvenes de mi edad se preocupaban por todo ese tipo de cosas en mi mente solo ocupaban un lugar minúsculo, a día de hoy tampoco puedo ponerle un nombre. Simplemente el mío, Melinda.

Y esta soy yo, esa chica normal y anormal al mismo tiempo. Soñadora o quizá debería decir, atontada. Cada día nos enseña algo nuevo y yo desearía que cada día me enseñase millones de “algos” nuevos. Quiero aprender, quiero entender más la vida y entenderme más a mí misma. Quiero poder controlar todo aquello que se me escapa de mis sentimientos, quiero ser capaz de lo que me gustaría ser capaz. Sin embargo, aún no he podido conseguirlo y en el fondo de mi corazón pienso que no lo conseguiré. Mi reto es conocerme, conocer lo más recóndito de mi persona.

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